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JESÚS ANTONIO GUTIÉRREZ RODRÍGUEZ -COLOMBIA-

Nació en el municipio de Caicedonia, Valle del Cauca, Colombia. Es licenciado en literatura en UNIVALLE.
Tiene escrito cuatro libros: -Rostros de tiempo (novela inédita). Muchachadas (libro de cuentos). Cuadritos (libro cuentos). Cuesta Arriba (novela corta, inédita).
 Diversos relatos han sido publicados en revistas literarias en Bolivia (Rincón Poético, videos YouTube, Red de Escritores y Escénicas, Potosí)), Perú (Caipell), Chile (Lugares Imaginarios, libro E-book), México (En Sentido Figurado), España (Dicotomía poética de poesía Haikus, Comunidad Tus Relatos y Letras Como Espada) y Colombia (E-book, ITA Editorial, Historia de Amores y Olvidos), revista Arriería), y libro en papel Antologías Narrativas en papel (editorial Trinando).

 


Correo: jarguti@outlook.es
 
 

A todo dar
 
                 

Se despertó con un ánimo embalado. Soñó que volaba por todo el espacio de Burila. De pronto se vino en picada y ¡paf!, a nadar al estilo ladrillo en “el charco de la Viuda”. Un calco pequeño de un mito griego.
     —Sueño caratejo— dijo
(Mudaba la palabra caratejo en vez de raro, de acuerdo al dicho: «Más raro que un caratejo»).
     Luego observó el reloj. Le dio la sensación que sus plumillas giraban alocadas.
     —¿Será que todavía estaré soñando? 
     Limpió las sobras del sueño con los retoños de sus dedos, malabaristas en sus ojos. Tiró la cobija a los pies del colchón, esta, rebelde, trepó a mil a través de una pared, quedándose en el techo un ratico, luego bajó por ella hasta caer al piso, se deslizó hasta quedar resoplando, al pie del nochero.
     —¡Caramba, la cobija voladora del pueblito! ¿Será que nos visita el ladrón de Bagdad en vehículo nuevo? Lo que faltaría sería treparme en ella, esperar que el viento abra ventanas, y salga fresco a mamarle gallo a cuanta mompita vea, también a desquitarme de algunos.
     Patinó chistoso con sus pies biringos a través del piso maderoso, que ayer no más había viruteado, encerado y brillado, hasta una de las ventanas. La abrió con cuidado. Se asomó de reojo.
     —¡Vaya, qué cosa pasan aquí! ¡Afuera está peor que adentro!— exclamó al ver el ir y venir de un sin número de piernas apuradas, simpáticas, muy parecidas al personaje vagabundo de Charlot.
     No sé baño. Sólo empantanó los dedos de sus plantas de ácido bórico. Embalsamó con desodorante los inquilinos de sus sobacos. Ellos hicieron visajes fastidiosos, tapándose las narices, quedando atontados por doce horas. Buscó razones cuando sus botas de caucho tocaron el pavimento. Pasó la tienda. Le sonrió a su hermano Batata que estaba atendiendo en el mostrador del almacén de Eulogio. Entró a la carnicería de Tocayo. Las batolas blancas, salpicadas de figuras surrealistas, escarlatas, no tuvieron una migaja de tiempo para tirarle un saludo. Atravesó la mirada por el derrotero vacío, hecho por dos perniles carnudos de cerdo, colgados de ganchos, a la esquina. Le llamó la atención un puñado de burilenses leyendo la cartelera encolada en la pared de color esperanza de la oficina del expreso. Se metió como un tiro por el vacío de los dos perniles al ángulo de la esquina, leyó:  
     «Primera prueba atlética de cinco mil metros».
     —¡Vaya!, ¿ésta era la vaina? Bueno, es un hecho palpable, y vaya forma de celebrarlo. Es entendible. Durante años los burilenses, estuvieron trotando de huida de cabezotas insensibles. Eran trochas riesgosas para salvar el pellejo en zigzag, en línea recta o como fuera. Eso puede respaldar el alboroto de ritmo de esta mañana. Una manera tajante de ir sepultando definitivamente hechos irrazonables de «los Malos Días Politiqueros», y nadie quiere volver a vivir, ni por el más insignificante estímulo retentivo, y qué mejor hacerlo mediante esta esforzada competencia.
     Con las manos en las popelinas comenzó a recortar los metros que lo separaban de este sitio al parque. Él respondía alzando la mano a la muchachada que le tiraba sus buenos días. Unos pasos antes de llegar, se paró en una de las puertas del café. Echó un ojeo. Después albergó su vagabundear al frente del teatro «la Lámpara Maravillosa». Reparó las vistas de las dos películas. 
     —¡Películas mexicanas! ¡Qué aburridor! Si me carcajeo con Viruta y Capulina, Tín Tan o Resortes.
     Cruzó la calle. Descargó su cuerpo en un banco del parque. Le dio la sensación que lo hacía por primera vez. Los cogedores de cafés, los yipis, los rayos delicados del sol empezaban a echarle tempraneros chicoleos al avance del día.
     —¿Verdad que hoy es sábado?
     Reacciono sobre el evento deportivo:
     —Esta competencia es una relinda oportunidad para competir, ganar— dijo posando los ojos en la fuente donde todavía no brotaba el agua, y añadió—: Y es la primera que se celebra en el tiempo que estoy viviendo aquí. Estoy bien entrenado. Cada sábado me voy para la finca, subo, bajo, faldas, sin descanso. También trotó un kilómetro a la fonda.
     Levantó la cabeza. Vio en el asomo de la esquina, antecito de la Librería de don Rubén, un compañero empujando una carreta cargada de cajas de cervezas. Esperó tranquilo a que pasara.
     —Hola, mompita— dijo apenas se paró frente a él. Qué milagro verlo.
     —Hola, Mariachi— dijo González, frenando agitado sus pasos. Y completó—: ¿Milagro? Pues se me hace raro. Ayer no más nos vimos las carátulas un buen rato.
     —¡Verdad qué sí! Y ¿para dónde vas, mompita?— preguntó Mariachi.
     —Voy a repartir este pedido— respondió un poquitín jadeante.
     —Ya, descanse un ratico. Echemos verbo sobre algo que le interesa.
     —¿Qué será la «Radiobemba» que anda por ahí ?— preguntó González.
     —No se haga el pendejo.
     —Ah, ya sé, ¿Es sobre la prueba atlética?
     —¡Claro!— dijo Mariachi en un tono de no creerlo.
     —Ah, ya, sí, me di cuenta cuando iba para el estanco. Es algo nuevo. El pueblito está pegajoso, oliendo a engrudo de tanta propaganda, pues en cada recodo hay un aviso. Y parece que desea competir porque lo he visto moverse pinchado, parece que cada uno tuviera un bollo atravesado en el culo.
     —Vaya, que maltrato con la real Academia— dijo Mariachi—. Y no es el envuelto sino el pinche que tiene por la prueba que se avecina.
     —Huy, la gente sí caricaturiza las vainas, ¿no? Y agregó—: En cuanto a nosotros, pues nos toca participar. No debemos rebajar del primer puesto.
     —¡Vaya, qué optimismo, y ganador de antemano!— exclamó Mariachi.
     —Sí, nuestras raíces son montañeras— dijo González—. Acordate de la escuela. Salíamos sin que aclarara el día, echando quimbas por carretera, luego por trochas, atajos, al hombro las mediasnueves, los cuadernos en el líchigo. Eran cinco kilómetros diarios. A veces diez. Por la tarde volvíamos a cumplir alguna tarea. De vuelta, volábamos. Eso no se machacó en un mes, ni en un año, sino en hartas cosechas y traviesas. Tenemos una hoja de vida de un solo ojo en caminar, correr y trotar. Añado: Usted en el colegio sobresale en educación física, yo en mi jornaleo diario. Por eso hablo de ayer y de hoy. Basta dos entrenos, y los roncitos, los mápletos, los trasnochos en el famoso «Balajú», se irán diciendo hasta luego, no adiós, aunque sea por la prueba.  Además, somos jóvenes, por lo tanto, no nos maluqueamos ante nada.
     —Mompita, usted sí es gordo de recuerdos— interrumpió Mariachi.
     —Sí, son tantos que de vez en cuando es bueno carretearlos. Y encimó—:  Por otro lado, yo no tengo afanes de nada. Estoy archientrenado. Todos los días la carreta detrás de mí, ni para qué le cuento más. Y pilas, estamos atrasados, he visto algunos mompitas entrenando. Nos llevan ventajita.
     —Mira, Gonzáles, mejor, porque la pelea es peleando.
     —Entonces no hablemos más, mañana iniciamos los entrenos a las cuatro, no de la tarde sino de la mañana. En vez de la procesión de la Aurora, a tirar trote.
     —Huy, ni porque nos fuéramos a ir de paseo— dijo Mariachi.
     —Así es la movida.
     En ese instante el reloj de la iglesia dio las once.
     —Bueno. Echo patas— dijo González—. Usted habla bonito, mejor que culebrero, pero si sigo botando carreta, de pronto el patrón me da la brocha del trabajo. Y volver a conseguirlo, de pa’rriba. Y con lo flojo que soy para desmatonar potreros, coger café y tirar azadón, pues ni hablar. Nos vemos.
     —Ahí nos vidrios, pues.
     Lo vio volverse humo en la esquina. Mientras Mariachi se arrimaba a su casa, pensaba con cachitos tristones que mañana no podría cumplir sus recreos favoritos de fines de semana, pero bueno, este trayecto atemperado, también lo dedicaría al examen del martes en la materia de anatomía. Resumiendo, esta disciplina para la prueba, también tendría efectos ventajosos, de ahí que había que seguirla al pie de la letra.
     Los días que antecedieron a la prueba, Mariachi y González, con muchas ganas, exploraban los iníciales metros del recorrido, trazado para la prueba, a pasos de perezosos, ayudados por el aireo lozano del alba. Lo atraían, lo expiraban, sin prisa. Desgonzaban brazos, piernas, materia gris, oyéndose el rechinar casi encajado de sus coyunturas. A medida que rebasaban el adoquinado caduco, iban ampliando el ritmo. Se detenían, volvían a la reiteración de la frecuencia mental y física.
     Con los preludios toques de las campanas de la iglesia en las puertas de la claridad, los ruidos de los motores yipis, los llevos-llevos, el reanimar de los ebrios jornaleros, sostenidos por los postes de los faroles en las esquinas, los ruidos de los cascos de mulas y caballos, frenaban el trote, luego en los bancos del parque dejaban volar los minutos de descanso haciendo bromas, tomando gaseosas y fumando un cigarrillo fino. Más tarde, Mariachi iba al colegio. Durante el día cumplía su horario académico. Veía retazos de blanco y negro en el prólogo de la noche, a la hora de las gallinas se metía entre cobijas. Otra cosa hacía González, su lucha no era frente a los libros sino con el llevo- llevo infatigable de su oficio.
     El sábado, Burila se despabiló con el traqueteo de cohetes que tiraba a lo que el tejo el «Negro Macana». Las agujas del reloj de la iglesia se fueron abriendo paso en medio de la algarabía. Los polis empezaron a hacer cordón, desvalijaron la calle a punta de pitos cuanto pato, vendedor y perro ambulaban. Mariachi y González hacían ejercicios de calentamiento en la raya de salida.
     —Nos llegó la hora, dijo Mariachi.
     —Sí.
     —¿Qué táctica vamos a tomar?— preguntó Mariachi un poquitín ansioso
     —La normal— indicó González—: Primero a paso lento. Poco a poco ir hundiendo la pantufla con cabeza. Usted sabe que hay que ahorrar fuerzas, gastarlas cuanto se debe. No rebajar de los primeros puestos, evitar sustos o arranques.
     —Muy bien, entrenador.
     El tictac de la iglesia señaló las ocho en punto a través de sus campanazos. El enjambre de trotacalles estaba listo, hacía ejercicios de precalentamiento con mucho ánimo, engrapado entre el almacén de la familia Majita, situado entre el atrio de la iglesia y una puntica del parque, casi en un recodo de la carrera quince. Un señor maduro, chaparro, de cachucha, gafas oscuras, sin banderola de cuadros blancos y negros, megáfono en manos, gritó:
     —¡A sus marcas! ¡Listooos! ¡Yaaaa! 
     El pelotón salió piloso, seguido de gritos, silbidos, ojos afanosos. En el inicio, tres participantes salieron como balas.
     —¡Ay!, Dios— exclamó González sin quitarles los ojos, irónico, parándose, echándose tres veces la bendición—. Algunas lenguas dirían que soy burletero, pero seguro, no es paja, pues dentro de minutos los veré sentados en un banco, exhibiendo sus lenguas babosas o bien secas. No hay que abusar con el esfuerzo físico.
     —Importante su punto de vista, desayuno con lo que dice, además están afiebrados o quieren llamar la atención— dijo Mariachi, haciendo stop para oír mejor a su mompita.
     —Hay que recordar que somos autodidactas en este deporte atlético. La única práctica que tenemos, es que hemos echado pata desbocada por lomas, cañada, en fin, por caminos y atajos de herradura. Esto puede servir, pero en el trote hay que tecnificar bien la materia gris para que el meneo de piernas sea bien armonizado y otras cosas importantes. Bueno, no hablemos más. Esto no es un viaje de hablar sino de cabeza y piernas— dijo González. Ahí sí nos vamos a rezagar antes de tiempo.
     Los dos lanzaron de nuevo sus pasos, en un santiamén vertiginoso se colocaron a espaldas de los demás talones de Aquiles.
     El lote de piernas en constante ejercicio siguió su travesía en el enlosado que empezaba a recalentarse. Doblaron la segunda y tercera arista de la plaza de mercado. En ese tramo, tomando la carrera dieciséis, Mariachi miró varias veces el balcón de la casa de su exnovia. Allí estaba ella. La vio tal como vivió su romance de un año, simpática en su no belleza, pero si en su espíritu, aplaudiendo. Más arriba estaba su casa, en su palco, oyó voces de apoyo de su familia. Pasaron por el punto de partida.
     En ese espacio del kilometraje, los chicos que habían salido como sirenas decembrinas, estaban sentados en un borde del andén con sus cajas torácicas recalentadas, echando humos en las cocorotas, luego sus caras metidas entre las piernas.
     Quemados los primeros dos mil metros, la competición se había dividido en tres grupitos, el de vanguardia, el perseguidor y el de la retaguardia.
     En el primero venía González y Mariachi. El segundo se movía a una cuadra de ventaja. El tercero, en el fondo, carcomido por la poca altura física, la mala preparación, la impotencia.
     El sol dejaba caer sin reparos las pilas nuevas de principios de verano. Los rostros eran mantos de sudores. Los atletas habían mermado la armonía de sus pasos. En el volteo de los tres mil metros, el balcón de su exnovia estaba vacío, sólo se veían algunas matas hermosas. En cambio, el de su casa, estaba lleno. Hasta la negrita del servicio y el hocico de Guardián, se asomaban por una ventana.
     Sintió rugidos en su panza. Al pasar la línea de llegada, sus pasos empezaron a distanciarse de los otros rivales. Con la mirada insinuó a su compañero a seguirlo. La fachada de González no tenía buen color, también mostraba un esfuerzo sobrecargado.
    —¡Váyase!, ¡váyase!— exclamó quejoso González sobándose varias veces la pierna—. No puedo igualar tu trote. Me pican los gemelos o será un desguince. No sufro de várices ni de artritis. Nada de desgarres. Qué raro que me pase esta vaina.
     —Vea, si la vaina es fugaz, me alcanzás más adelante. Sé que tú tienes arrestos para hacerlo.
     A pesar que el motor orgánico de Mariachi funcionaba común y corriente, de un momento a otro empezó a chirriar su tripa comilona, a cada paso este malestar se fue haciendo más notorio. Esto lo perturbó. No disminuyó su paso. De vez en cuando volteaba su rostro hacia atrás, veía a sus contendientes como puntitos lejanos. Decidió financiar el gasto, acomodó zancadas reguladas pero firmes.
     —No sé qué sucede con este chillido— pensó—. Mi tripa comilona hasta ahora ha trabajado como un reloj. Puede que me haya caído mal el perico, la arepita con queso, el chocolate. O me indigestó el calor, el compromiso de ganar. En fin, puede ser algunas de estas conjeturas, lo que no puedo concebir es que me vayan a hacer una mala jugada, precisamente en este momento que pinta a mi favor. Nada debe empañar mi posible éxito. Aquí están puestos todos mis bríos. Hay que echar pa delante porque pa ’atrás de pronto una medusa criolla me petrifica.
     Malestares torcidos volvieron a corretear su aparato digestivo. Cuando inició el último kilómetro, al voltear una esquina, un compañero de su salón le sopló a la carrera como si fuera acompañante, que González se había foqueado. Siguió su trote esforzado, tratando de vencer su disgusto fisiológico. De ahí en adelante se olvidó de la masa vibrante que halagaba la prueba atlética a lado y lado de las calles. Volteó de nuevo su cara. Vio los mismos puntitos, pero más lejanos.
     —He acumulado un buen trecho de ventaja para poder entrar a mi casa, y así poder arreglar la crisis, al menos por lo que falta de la competencia. Ojalá no vaya a hacer cuentico de horas, porque cuando se trata de problemas en la tripa comilona, pues en la olla. Este impase desgastaría mi físico, mi espíritu, con pesar tendría que tirar la toalla— pensó entre optimista y pesimista.
     Los palcos de los domicilios de esa cuadra estaban vacíos, la puerta de su casa estaba bien abierta, sin ningún Cerbero mestizo velándola. Se metió en ella cuando una lava quemaba las orillas de su desembocadura. Se sentó tembleque en la taza ovalada. Se pegó melcochoso. Su madre le tocaba la puerta:
      —¡Qué pasó, hijo!
     —Es una asonada digestiva, mamá— dijo empezando a pujar—. Estoy que me ensucio, o mejor dicho me cagué. No sé qué pasó. 
     —¿Te tomas una pasta o un par de limones, hijo?
     —No, mamá, la pasta me puede mandar para el almacenamiento del inodoro. Mejor deme los limones, abriles un huequito, me los voy chupando.
     Cada vez que se alzaba de la taza, ganas lo volvían a sentar. Pensó que no se despegaría. Después de un jaleo pa’ allá, pa’ acá, secuencia parecida de morena pegada a un poste de luz en una esquina de la ciudad Cali, estirando el dulce de pata, el famoso tirado y de haber gastado hasta la etiqueta de un rollo de papel higiénico, por fin se puso de pies.
     —Vaya, he perdido un tiempo precioso por una pifiada cagada entrometida, pensó.
     Salió como proyectil. Su madre, detrás, paquidérmica, alarmada, a duras penas lo seguía, réplica de un carro acompañante de angustias, apretando dos limones pajaritos. Al retomar el cauce atlético, escuchó gritos lejanos de su madre, recordándole los limones.
     —Ya que, no me puedo devolver, tal vez cuando regrese— pensó.
     Sí se dio cuenta que un rival, colega de su salón de clases, escapado del lote persecutor, estaba delante. Más o menos a cincuenta metros de ventaja. Mariachi le dio con todo, con alma, vida, corazón y cachucha. A pesar del enorme intento, su rival mantenía su ventaja. Tenía buenos arrestos, no daba su tranco a torcer. Ya era nulo ser el primero, prefirió mantener su segundo puesto. Atrás, un rival, amigo de colegio, de sexto grado de bachiller de apodo Mariachica, acosaba a unos ochenta metros. No amenazaba su puesto. Faltaba poco para el remate de la prueba.
     —Sólo estos atascos me pasan a mí, a nadie más— dijo—. Algo anda renco a última hora. Es frustrante, tanta concentración física y mental para que una metida cagada eche a pique mi laurel, ¡Qué vaina! Ahora, pueda que sea un alivio de bobo, pero a la hora del té, el segundo puesto, no es un mal negocio, aunque “el segundo es el primero de los perdedores”.
     Torció ese recodo de la calle, aceleró los últimos cien metros con sus menguados cartuchos de energías. Arribó en medio de aplausos y silbidos. Luego, pálido, cansado, se sentó en un banco del parque ante palabras, manos de felicitaciones de compañeros de colegio, de su grupo, el currucú de las palomas. También miradas curiosas. Faltaba que le pidieran autógrafos. González le puso la mano en el hombro:
     —¡Bravo, mompita! ¡Fue una carrera de un solo ojo!, ¡increíble pero cierto!, grito junto con otros mompitas que estaban de noveleros, parecían auténtico fanático y como si ellos hubieran triunfado.
     —Qué coteja tan exagerada— dijo sonriente—. No me tildes de ser el as del pueblito porque no te voy a dar ningún autógrafo, jajaja. Son las ganas. Pero ya ves, no me salieron las cosas.
     —Pero abreviando, el balance no es malo que digamos, y para celebrarlo, camina pues te invito a una fría limonada. Yo costeo porque te mereces un buen refresco, ¿no?
     —Vaya, mompita, parece que usted estás tapado en billuyo.
    — ¿Qué te pasó?— interrumpió González—. Nosotros estábamos celebrando tu victoria cuando te foquiaste a lo último.
     —Fue un problema de la tripa comilona. Estuve a punto de retirarme, pero me aguanté por puro amor al deporte.
     —¡Cómo!— exclamó su amigo riéndose, rascándose la cocorota—. ¡Por una cagada se te fue el premio de tus manos! ¡Qué mierda tan metida!
     —Sépalo que así pasó—, dijo sereno—, Y espero que no te pongas a proclamarlo a los cuatro vientos como locutor de «Radiobemba».
     —No, fresco. Parece que no me conocieras. Dígame, ¡cuánto hace que nos vemos, y ahora me sale con estas!, ¿eh? La cagada fue la culpable, no, yo. Revirale a ella. ¡A mí me soltás de esa vaina, pues!
     —Ya, Mompita, deja tu murga. Y haciendo camino en la tertulia, tenemos que seguir entrenando. Lo de hoy es un abrebocas para eventos que se avecinan.
     —Seguro que sí, y te apoyo— dijo González.
     En una pausa de la labia, Mariachi y los dos atletas que ocuparon primero y tercer lugar, fueron llamados a través de un megáfono, la voz no era la del cura sino del profesor Zapata, pero sin su sonido particular de la oratoria que hacía en Semana Santa. La voz bajó desde el segundo piso de la casa cural, para la entrega de sus respectivas medallas y premios.
     Desde el café, aplastados en sus asientos, pegados al sabor de maltinas frías, rodeados de amigos, bromas, los dos amigos sintieron alas de un pajarito mosca que pasó como saeta por encima de ellos, como epílogo efecto de dote físico, arranque, corazón, colorido, y coetáneamente sus ojos se encandilaron cuando el pueblito con disimulo, no pinchado, volvía al mismo merodeo de su índole sencilla, laboriosa y sosegada.