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Crónica de  un viaje a la Unión Soviética
 

 


Llegó el momento esperado por  todos. Los concursantes, que viajarían a la  Unión Soviética, estaban listos. La delegación, integrada por los ganadores, la guía e intérprete y los funcionarios de la emisora Radio Rebelde se shabía acomodado en los asientos reservados para el vuelo.
A las diez de la noche, luego de esperar en el aeropuerto con mucha ansiedad e inquietud, despegó el avión con destino a Leningrado.  Comentó la aereomoza, mientras recorría el pasillo, que el viaje duraría dieciocho horas. Todo nos resultaba impresionante...
Mientras despegaba el avión, muchos comenzamos a sentir la nostalgia  por separarnos de nuestros familiares. Casi todos éramos guajiritos del interior del país. Algunos ni siquiera habían viajado antes a La Habana, sólo para comprar la ropa del viaje.
El avión era gigantesco, con un confort excelente y la temperatura resultaba muy agradable. Se escuchaba música clásica como ambientación. Había muchas otras oportunidades de entretenimiento,  como la lectura de escritores de talla  extra o revistas turísticas, durante un viaje tan largo.
"Viajar a la URSS es un privilegio, no todas las personas pueden vivir esta experiencia ". No dejaba de pensar un solo instante cómo logré resultar ganadora entre miles de concursantes. Con sólo mirar los rostros de mis compañeros de viaje, se podía percibir que eran presa del total asombro.
Yo era una muchacha humilde, del interior del pais. Recién había comenzado a trabajar. "Cuántos hubieran querido estar en mi lugar ", me dije una vez más mientras miraba por la ventanilla.
Cuando logré relajarme, centré mi atención en uno de los integrantes del grupo que amenizaba el viaje con sus anécdotas chispeantes  y un humor  muy marcado.
Miré a lo largo del compartimento: la mayoría  de los pasajeros dormían profundamente, excepto los cubanos, quienes conversaban muy alto, mientras compartían chistes  picantes, se reían o carcajeaban. Supe, entonces, que el viaje no sería para nada tedioso.
Me llamó la atención las comidas típicas que ofertaron en tres ocasiones: carne rusa estofada, sopa con huevos y pan negro. Alguien me había hablado, no muy bien, de la gastronomía rusa, pero en verdad comí con apetito.
 
Totalmente extenuados, llegamos en horas de la noche a la ciudad de Leningrado, que en la actualidad ha recuperado su nombre original de San Petersburgo. Enseguida me percaté  del cambio de temperatura, resultaba casi irresistible el frío para nosotros que priveníamos de sitios tan calurosos. Pudimos amortiguarlo, gracias a ropas apropiadas que habíamos adquirido, mediante un crédito, en una tienda internacional en La Habana: sobretodos,  algunos vestidos largos, sweters y sobre todo un par de botines altos que me fascinaron. Desde la llegada, tomamos grandes cantidades de té negro, una de las bebidas favoritas de los soviéticos.
Allí permaneceríamos cinco días en uno de los hoteles más conocidos de la ciudad.
 
A la mañana siguiente, sobrepuestos del viaje, recorrimos algunas instalaciones del  hotel. Pude comprobar que era un edificio muy alto, moderno, con varios salones para el baile, bares y sitios de distracción en la noche.
¡Qué bello me pareció todo! La guía nos explicó sobre su arquitectura: neoclásica estalinista, que mezcla el neoclásico ruso con el estilo de los rascacielos estadounidenses del 1930.           
Esa noche, estuve sentada durante buen rato en el lobby del hotel con los compañeros de viaje. Continuaba observándolo todo, impresionada  con tanta belleza. Mis ojos repasaban detenidamente los adornos de época, el piso, las lámparas, los muebles; todo ello ante el sobrecogedor silencio  de los huéspedes. Desde horas de la tarde me sentía admirada por el excelente  servicio de los trabajadores. Por momentos pensaba haber entrado en otra dimensión, como si flotara en el tiempo.
En medio de ese éxtasis, me llevó al plano real el comportamiento de uno de los concursantes: recorría con nerviosa curiosidad, una vez más, las  mesas, los tapices y  los adornos del local. De pronto, quedé helada cuando lo ví  tomar con rapidez y guardar en su bolsa una de las figuras de porcelana. Quedé tan consternada que, aún hoy, no recuerdo mucho más de aquella primera noche
Para el día siguiente habían planificado un amplio recorrido por diferentes sitios históricos con la traductora y la guía de la delegación. En  especial visitamos zoológicos, parques, museos, teatros, monumentos y universidades; todo muy limpio  y conservado.
Fue muy llamativo conocer sobre los hechos históricos; se unían tantas etapas anteriores y contemporáneas que era palpable su trascendencia, como si en cada ciudadano esa rica trayectoria y sus figuras les acompañarían día a dia.
Pero sin duda uno de los momentos más llamativos nuestra estancia en Leningrado, fue la  visita al Memorial del Crucero de la Aurora. Tanta solemnidad y significado guardaba el sitial para su pueblo, que aún percibe como atracción turística. El crucero se vio inmerso en dos guerras de magnitud mundial, actualmente permanece protegido por los rusos como buque museo.
Entre varios resúmenes, la guía contó cómo sufrió un primer ataque por parte de los rusos, al confundirlo con un barco enemigo. El crucero prosiguió su camino hacia Japón realizando escala en África donde terminó lleno de tortugas, camaleones y se convirtió en protagonista de varias historias.
Siempre en grupo, íbamos y volvíamos a cubierta, descendimos a los camarotes, pasamos de una sala a otra, algunas ambientadas en la época de los sucesos, otras habilitadas como pequeños museos. Habíamos logrado acceder al crucero después de hacer una larga cola. De demorar un rato más, nos hubiera sido imposible la visita, toda vez que el tiempo de recorrido con los guías está cronometrado y no podía quedar a medias.
 
En mis recorridos con el grupo, siempre  estaba atenta a no distanciarme o quedarme atrás. Sentía terror de perderme en esa ciudad tan inmensa, sin dominar nada del idioma.
A veces, salíamos sin la guía, siempre en pequeños grupos. En una ocasión, nos dirigimos a una peletería, inmensa cómo casi todos los comercios de Leningrado. Observaba los zapatos: estaban preciosos, muchos de ellos de un colorido no habitual para los cubanos y muy resistentes. Noté, en un momento de mi detenida observación, cómo uno de mis acompañantes tomó y guardó uno de los zapatos de exhibición en su bolso. Quedé asombrada  cuando recordé  que era el mismo  compañero de viaje a quien  había visto hurtar la pieza de porcelana en el lobby.
_ ¡Muchacho, por qué haces eso... De todas formas es uno solo!_ le dije lívida y asombrada...
_ Esperaré  a que exhiban el del otro pie,  es el número de mi mamá _ me expresó muy agitado y con cierta ingenuidad.
Según supe, días después volvió  por el  otro zapato y se sorprendió cuando comprobó que los de esa sección  los habían guardado definitivamente.
Para esas salidas a las tiendas en busca de souvenires y gastos menores, nos habían entregado un viático de setenta y cinco rublos. Casi siempre me mantuve indecisa hasta que lograba comprar un detalle  para cada uno de los familiares en Cuba: no era fácil decidir ante tantos  presentes decorosos y diversos.
En una de esas salidas sin la guía, ya al final, me distancié de los demás y no lograba recordar el camino de regreso. Miraba a todos los lugares o recodos peculiares del recorrido, tratando de encontrar una pista. Me sentía tan angustiada que rompí en llanto. No hacía más que lamentar el no poder reencontrarme  con la amiga  más cercana entre los que me habían acompañado.
En mi estado de agitación, se me acercó un ruso. Recordé haberlo visto de pasada  en uno de los departamentos de la tienda. Sentí que era  mi única oportunidad. Le gesticulé varias veces para que lograra entender, pero fue imposible. Hasta que se me ocurrió mostrar los datos de  la tarjeta de identificación del hotel. Así nos habían orientado proceder en caso de pérdida.
Al final, sólo fue posible regresar por la gentileza de aquel nuevo amigo,   quien muy amablemente me llevó en el metro de vuelta al hospedaje. Valió la pena la experiencia: nunca pensé utilizar un transporte tan moderno y desconocido en mi país: lo encontré extremadamente limpio, rápido, el tráfico de pasajeros en las subidas y bajadas en las paradas era vertiginoso.
Algo inolvidable fue la visita al museo del Hermitage; aún hoy me cuesta creer el alcance visual de lo que allí veía, aunque me lo habían comentado. ¡Era tan inmenso y acogedor el  museo!, recorrimos algunas de sus locaciones, en sus cinco edificios. Vaste  aclarar que cuenta con  unas mil quinientas salas. Se decía, años después, que si una persona dedicara solamente treinta segundos  para ver cada pieza o cuadro expuesto y pudiera hacerlo durante ocho horas diarias los trescientos sesenta  y cinco días  del año, necesitaríamos unos ochenta y cuatro  meses para lograr apreciarlo todo. Fue tan formidable nuestra visita, que todos quedamos impresionados, pero me sentía tan aturdida por tanta prestancia que lo veo como un todo sin poder precisar los detalles u objetos al paso del tiempo.
 
Viajamos en avión desde Leningrado hasta Moscú. Era otra región incluída en  el programa de visitas. Llegamos al anochecer bastante cansados, aunque fueran ciudades de la misma república, era un viaje largo y estresante. El avión, mucho más pequeño que el del viaje desde Cuba, era muy confortable. De igual manera, mis compañeros de viaje amenizaron buena parte del trayecto con sus cuentos y chistes ... Hasta que el cansancio pudo más. Nuestra agenda diaria estaba muy cargada y a pesar de las comodidades, el cuerpo lo sentía.
Como era de suponer, la primera visita del día posterior sería al Mausoleo de Lenin, considerado por muchos de los visitantes como una de las primeras atracciones turísticas.
Estuvimos varias horas de pie en la cola. Yo permanecía inquieta, ansiosa por entrar y saciar tanta curiosidad. Comenté con mis compañeros lo sobrecogedora que podría resultar la visita, según la experiencia de algunos conocidos.
La historiadora del Mausoleo demostraba toda experiencia en el momento previo a la entrada. El museo constituía una entidad emblemática: según apuntó, los horarios de visitas eran reducidos y el tránsito no sería libre. Ingresamos por una escalera descendente hasta acceder a una cámara circular e iluminada. En el centro, el sarcófago de cristal con el cuerpo embalsamado,. Lo observé desde una distancia prudencial y en movimiento: no es  posible detenerse a contemplar. Luego ascendimos por otra escalera similar. Como se prohíbe hablar o hacer fotos,  la visita dura unos dos minutos. Éramos, como está orientado, un grupo pequeño  de quince personas. Tras la salida, permanecimos en silencio como hipnotizados, aunque era mucho lo que queríamos intercambiar.
La estructura actual, que no ha cambiado desde mi visita en los ochentas, sustituyó a la inicial de madera, diseñada por Alexei Shchusev. Supongo que cualquier persona que haga el recorrido, sentirá la  solemnidad y esa especie de vacío en medio del silencio.
Al salir del museo, mientras regresábamos a pie al hotel, en medio del chachareo, me llamó la atención la cantidad de mercados donde se vendían cárnicos. Uno de ellos, en especial, tenía un dependiente muy apuesto. Logré conversar con él a través de un compañero de viaje. El galán no dejaba de contar anécdotas de su vida con mucha confianza, hasta que decidí interrumpir la conversación pues se alejaban mis compatriotas.
El joven dependiente salió a toda velocidad tras de mí, para detenerme. Al parecer, se sintió cautivado por considerarme de algún modo exótica: trigueña, de pelo negro y largo, con labios gruesos, los cuales, con atrevimiento, intentó besar varias veces sin poder lograrlo.
Mi decepción era evidente, no estaba contenta por haberlo impresionado, mucho más cuando advertí el cuchillo de su oficio, manchado de sangre, colocado al descuido en un bolsillo de su pantalón.
Cuando comprendí que los demás se habían marchado, apresuré el paso ya realmente asustada, hasta montarme en un ómnibus que estaba estacionado en la  parada, cerca del mausoleo. Con mi tarjeta de identificación en la mano hice el recorrido hacia el hotel. Me sentía aliviada de que el chofer comprendiera mi objetivo, pero mucho más por librarme del insistente enamorado.
Esa noche, conté a algunos de mis compañeros lo sucedido en esa jornada tan intensa. Hicimos bromas al respecto hasta que nos fuimos a las habitaciones, al día siguiente seguiríamos de viaje hacia Riga.
Ni siquiera el cansancio logró que perdiera mi interés, en cada una de las ciudades visitadas existía un grupo de historias, idosincrasia y saberes acumulados para enriquecer mi conocimiento personal.
Como muchacha de provincia al fin,  a donde quiera que iba me impresionaba el vestuario de las mujeres, que se me antojaba raro. Ellas usaban mucho los vestidos, sayas largas y anchas por encima de las rodillas. Sus cholas y zapatos imprimían un tono arcoiris no habitual a su paso: verdes, amarillos, rojos. Además, mostraban sin pudor sus piernas robustas y velludas, que marcaban la diferencia con las mujeres del mundo latino.
En Riga me dió la impresión de  estar "en otro país", y no me faltaba razón: los estados del Báltico poseían una cultura propia, su arquitectura y costumbres eran menos "esclavas", cómo nos explicó un señor en el recorrido.
Centramos la atención en el casco histórico, se considera el centro cultural y alberga varios museos y salas de concierto. Había aún edificios de madera, y ello no me hacía salir del asombro. Sus calles principales se formaron a partir de caminos que conducían a la antigua Riga, las más viejas conservan nombres dedicados a diversos artesanos. Caminaba detrás de la guía por aquellas calles de piedra, estrechas y no pude evitar trasladarme mentalmente a Trinidad, en el centro de Cuba.
Cerca de la plaza principal,  abundaban los cafés, y aprovechamos la oportunidad para degustarlos. Casi todos disponíamos aún del dinero de bolsillo que nos habían entregado antes de salir de viaje, y a decir verdad era una oferta muy barata. Pudimos,  incluso, hojear algunas revistas para turistss editadas en español.
La estancia en Letonia duró tres días. No puedo precisar exactamente en qué jornada descubrí la Casa de los gatos. Indagué con la traductora y supe de su extraña historia. Edificada en 1910 por un rico  comerciante  que no fue aceptado en el gremio. Este, como represalia, mandó colocar las figuras de los gatos en el  techo del edificio,  de espaldas al gremio. En su momento se convirtió en un escándalo.
 
Aquella última noche en Riga, durante la habitual tertulia nocturna en el lobby del hotel, la conversación versó sobre la próxima parada en nuestra ruta: Kiev. Según los comentarios de la guía,
estaba deseosa por mostrarnos el zoológico de la ciudad,  sería el último y más impactante recuerdo del viaje, algunos éramos muy jóvenes o de ciudades del interior de Cuba y ella contaba con nuestro asombro.
Llegamos en la tarde-noche a la capital de Ucrania, después de un confortable viaje en ómnibus. Podría decir que ese largo recorrido me permitió conocer verdaderamente aquel vasto país multinacional. Antes, todos los traslados fueron en avión y no había podido observar, al menos desde una ventanilla, el día a día de sus habitantes, los sembrados, las industrias, las viviendas, los colores de la cotidianidad.
El parque zoológico de  Kiev, en aquel momento el  más grande de la antigua Unión Soviética, nos impresionó cómo a niños. Cada uno de sus locales aparecía caracterizado con precisión, de tal manera que no necesitábamos, a veces, leer los letreros informativos. Decenas de trabajadores y especialistas se movían alrededor de los ejemplares allí existentes, como si fueran personas muy importantes. Sobrecogía por su inmensidad y el gran número de especies. Algunas de ellas, por supuesto, las apreciaba por vez primera. Luego supe que, según especialistas del zoo,  este se extiende por cerca de treinta y cuatro hectáreas, razón que hace imposible recorrerlo en su totalidad.
En el restaurant del propio zoo, durante el almuerzo, degustamos una deliciosa carne en salsa. Sería intrascendente contarlo si no fuera por la sorpresa que nos causó, una vez terminamos, que habíamos  comido carne de búfalo. Quedé impactada, no ya por la rareza sino por la forma en que fue presentado el plato y su sabor, única vez en todo el viaje que sentí degustar una comida cubana.
 
El avión estaba por despegar para llevarnos de regreso a Cuba. Supuse que cada  uno de mis acompañantes repasaría, como yo,  esos días lejos de  la familia, o colocaría en una balanza los pros y los contras de esa oportunidad.
Desde la noche anterior, inevitablemente, no dejaba de pensar cómo pude lograr la inspiración para atreverme en aquel concurso: "50 viajes a la URSS". Ante todo, se lo agradecería eternamente a mi compañero de trabajo, Guillermo Sansón, de Sagua la Grande.
Durante jornadas enteras, escuché sus comentarios cuando compartíamos oficina en la Empresa de Ferrocarriles de Santa Clara. Él trazaba, cada día, el recorrido  de los trenes en un gráfico de movimiento. Se emocionaba, mientras lo hacía, al contar las historias de sus amigos rusos, con quienes jugaba ajedrez postal.
Fue así que, sin decirme nada, buscó las bases del concurso en una revista Unión Soviética. Todo se sucedió sin que midiera las posibilidades. Quería agradecerle su gesto y me sumergí en los fondos de la biblioteca Martí de mi ciudad. Una vez terminada la propuesta, la entregué en la Casa del Idioma Ruso, en la Habana.
En todo eso pensaba esa última noche antes del regreso. Casi me desvelé y hasta sentí la misma emoción que cuando llegó el acuse recibo a mi casa. Resultaba ser una de las ganadoras del concurso. A pesar de que muchos me tildaron de loca soñadora, por haber asumido cumplir mis sueños, allí estaba el sobre enviado por Radio Rebelde.
El avión despegó hacia el más deseado de los destinos. Entonces sí pude dormir durante buena parte del viaje... Se sucedían las imágenes en un sueño cargado pero placentero, los espacios y lugares se superponian, al fin
al de cada pasaje aparecía yo misma, escribía en unas hojas largas mis respuestas al concurso y las letras eran una extensión de ese viaje que ya había soñado.

MARÍA CARDOSO CÁRDENAS -CUBA-